La cautivadora obra de Miwa Nishikawa nos sumerge en la vida de Mikami Masao (Kōji Yakusho), un ex yakuza que, luego de pasar trece años en la cárcel, busca su lugar en un mundo que lo marcó con el estigma del crimen. Esta cinta no solo narra su travesía hacia la reintegración social, sino que también se convierte en un espejo de las complejidades que atravesamos las personas y las relaciones que nos definen.
Desde el primer momento, la relación de Masao con los demás se revela como el hilo fundamental de la historia. Huérfano desde pequeño, ha vivido en un vacío emocional que anhela llenar. Su búsqueda por encontrar a su madre y empleo se convierte en una metáfora poderosa de su deseo de conexión y pertenencia. A lo largo del metraje, se desnudan las capas de un hombre marcado por su pasado, pero también por un profundo deseo de redención.
Su amistad con Tsunoda (Taiga Nakano), un joven director de televisión, añade una dimensión conmovedora a la narrativa. A medida que se conocen, se construye un puente entre sus mundos dispares. Tsunoda comienza a ver más allá del criminal; descubre su lado incomprendido. Esto resalta, en gran medida, la importancia del apoyo emocional en el proceso de rehabilitación y cómo los vínculos auténticos pueden darnos esperanza en los momentos más oscuros.
El final es un trágico y poético canto que deja huella. Masao, pese a su sincero esfuerzo por rehacer su vida y haberse encaminado, enfrenta un destino cruel que frustra sus intentos de bien. Este desenlace, irónico y sombrío, reflexiona sobre la fragilidad humana y la lucha de nosotros por hallar sentido en un mundo indiferente, dejando al espectador con una sensación agridulce: la ida es impredecible, pero hay belleza en la búsqueda del propósito.